Tradicionalmente se ha entendido la lujuria como un apetito desordenado de los placeres eróticos. La tradición cristiana subdividió este pecado en la simple fornicación, el estupro, el rapto, el incesto, el sacrilegio, el adulterio, el pecado contra la naturaleza, comprendiendo bajo esta última especie, la polución voluntaria, la sodomía y la bestialidad. La lujuria sería siempre un “pecado mortal” pues involucra directamente la utilización del otro como un medio y un objeto para la satisfacción de los placeres sexuales. En este pecado hay dos grandes principios en juego: el verdadero concepto del amor y la finalidad de la sexualidad. El cristianismo entiende por amor algo muy distinto de lo que el mundo contemporáneo comprende. El concepto de amor tiene una importancia central en el cristianismo. De hecho Dios mismo es identificado con el amor. Para el cristiano el amor es la capacidad de dar y de darse, en definitiva: caridad, una de las tres Virtudes Teologales. De esta manera el amor implica darse por el otro. Recordemos la segunda parte del único mandamiento que anuncia el Nuevo Testamento: “...amar al prójimo como a sí mismo”. El amor cristiano está desligado en su origen de cualquier tipo de sexualidad, incluso de la corporeidad. Lo erótico es una consecuencia, un plus totalmente prescindible. La igualdad entre amor y sexo es producto de la modernidad. El “hacer el amor” como sinónimo de “relación sexual” es el mejor ejemplo de lo anterior. La Lujuria sería entonces totalmente contraria al amor –y a Dios– entendido en términos cristianos. El pecado de la lujuria no considera al otro como un fin en sí mismo por el cual tendríamos que darnos. El otro pasa a ser un objeto, una cosa que satisface la más fuerte de las satisfacciones corporales, el placer sexual. Aun más, la misma persona que incurre en un acto lujurioso se convierte a sí en un objeto, que olvida su propia dignidad. Por otro lado, para el pensamiento cristiano la sexualidad tiene una finalidad preestablecida, única y clara: la reproducción y la perpetuación de la especie. Esta clara finalidad da también sentido a la existencia del hombre. La lujuria, en cambio, que no tiene en vistas la finalidad de la reproducción y que por esto pierde todo sentido, se convierte en una acción vacía, sin sentido, que aleja al hombre de Dios.
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